domingo, 20 de diciembre de 2009

Evangelio del IV Domingo de Adviento


Evangelio: Lc 1,39-45
En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea, y entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel. En cuanto ésta oyó el saludo de María, la creatura saltó en su seno. Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo, y levantando la voz, exclamó: ¡tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a yerme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor”.


María, Madre mía, ayúdame a imitarte hoy en el servicio.

Meditación:
“Dichosa tú, que has creído”. María fue llamada dichosa, no por el hecho de ser Madre de Dios, sino por su fe. Su sí generoso e inmediato fue lo que le permitió convertirse en Madre de Jesús, nuestro Salvador. Esto nos llama a cultivar en nuestro corazón, como María, la capacidad de asombro y de fe en el poder de Dios. Por otra parte, María es verdaderamente nuestra Madre. Ella es afectuosa y solícita con todas nuestras necesidades. Por medio de María, Dios nos muestra su ternura y misericordia. A Ella le podemos confiar nuestras necesidades y preocupaciones. María también nos enseña a entregarle nuestra voluntad a Dios, a no querer afirmar nuestros deseos, por muy importantes que nos parezcan, sino a dejar todo en manos del Señor. Imitemos la bondad y disposición de María para ayudar a los demás. Pensemos que cuando Ella acudió a visitar a su prima Isabel se encontraba en los primeros meses de embarazo, que con frecuencia, suelen ser difíciles. A pesar de eso María, con inquebrantable fortaleza, se puso al servicio de su prima.